domingo, 13 de noviembre de 2011

HACIA UN ECUMENISMO DE LA SANTIDAD

El Mandylion (palabra griega bizantina), Lienzo de Edesa es una reliquia cristiana consistente en una pieza de tela cuadrada o rectangular en que se habría impreso milagrosamente el rostro de Jesús, siendo por tanto el primer icono del Cristianismo.
Según la leyenda, recogida a comienzos del siglo IV por Eusebio de Cesarea, el rey Abgaro V de Edesa escribió a Jesús, pidiéndole que viniera a curarle de una enfermedad. Eusebio decía haber traducido y transcrito la carta original que se encontraba entre los documentos de la cancillería siria del rey de Edesa. En el documento de Eusebio, Cristo responde por carta, diciendo que cuando complete su misión terrenal y ascienda a los cielos, enviará a un discípulo para sanar a Abgaro (y así habría hecho).
La leyenda insiste en que la respuesta fue enviar directamente al apóstol Tadeo a Edesa portando una tela que llevaba impresa los rasgos faciales de Jesús, por cuya virtud el rey sanó milagrosamente. Como Jesús estaba aún vivo por entonces, esta imagen no sería la misma que la de otras reliquias similares, "verdaderas imágenes": el Paño de la Verónica, el Santo Sudario de Oviedo o la Sábana Santa de Turín.


HACIA UN ECUMENISMO DE LA SANTIDAD

La comunión es el amor y es la vida; al contrario, la división es la muerte. El ecumenismo oficial es importante, pero no dará frutos tangibles si no es sostenido por otro ecumenismo más interior y espiritual. La unidad no será el resultado de compromisos teológicos, sino el fruto de la conversión de los corazones a la verdad del amor. No será la obra de los expertos, sino la de los santos, de aquellos que se empeñan con todo su ser en una vida de oración y de humildad, conforme a los mandamientos del Evangelio. El camino de la unidad pasa a través de un proceso espiritual, de conversión (metanóia) y de purificación interior.
“Para la Iglesia ha llegado el momento de no hablar más de Cristo, sino de llegar a ser Cristo”.

Aprender a conocer al otro. Reconocer al otro en su diferencia y en su derecho a la diferencia, en su diversidad y complejidad que escapan a todos mis esquemas. Quitando los propios hábitos y prejuicios y alargando el propio horizonte con la aceptación de las diferencias, terminamos siempre por enriquecernos.
“Compartir lo que se tiene de bueno no quiere decir que lo perdemos, sino que lo descubrimos; reconocer la riqueza del otro no nos empobrece de hecho y es un regalo que nos alegra; abrirse al propio hermano no significa perderse, sino encontrar aún más la autenticidad de la propia vocación” (Enzo Bianchi).
Aprender a conocer “al otro” significa también reconocer que se tiene necesidad de él; toda persona tiene necesidad del otro, de su diversidad. En este sentido, “el otro” es aquello que me falta y de lo cual estoy en búsqueda.

LA ESPIRITUALIDAD DEL DESIERTO

Los Padres del desierto fueron hombres y mujeres que en el momento de la cristianización del Imperio y la secularización de la Iglesia huyeron al desierto: para vivir radicalmente el Evangelio, libres de la seducción de la cristiandad.
Vivieron en el desierto de Egipto, de Siria y de Palestina, durante el IV, V y VI siglo, llevando una vida simple y gozosa, no poseían nada, pero tenían “la libertad y las Sagradas Escrituras”. La muerte de los grandes Padres del desierto, dejaron “huérfanos” a sus discípulos que se consolaban recordando sus enseñanzas.
En toda generación seguramente hay hombres espirituales “pneumatóforos” o sea “portadores del espíritu” pero en los momentos que faltan estos maestros, podemos siempre encontrar respuesta en las enseñanzas de los antiguos padres que ofrecen una sabiduría siempre actual.
“Amor y libertad son condiciones indispensables para seguir a Cristo y llegar a ser hijos en el Espíritu de un abbá del desierto”.
El padre ofrecía una palabra, fruto del discernimiento, pero sobre todo fruto de la escucha de Dios y del hombre. Los Padres del desierto eran conocedores del corazón, expertos en humanidad. No eran maestros espirituales sólo porque eran “espirituales”, sino porque poseían un conocimiento profundo del hombre. Habían vivido la experiencia de la tentación, de la lucha, de la victoria… no eran “perfectos”, sino hombres que buscaban vivir en el seguimiento de Cristo, para hacer de sus vidas cotidianas, una obra de arte.
Un día se le preguntó a un padre: “Padre, ¿qué cosa hacen en el desierto?”. Respondió: “Caemos y nos levantamos. Caemos y nos levantamos. Caemos y nos levantamos otra vez”.

MODELADOS POR LA PALABRA

La única regla de vida del creyente era la Escritura. La preocupación de dejarse modelar por esta Palabra regresa con insistencia en la enseñanza de los Padres. “No conocer nada de la Palabra de Dios es una gran traición de la salvación” (Epifanio 10).
Los Padres del desierto tratan de vivir bajo el primado de la Palabra de Dios, pero saben al mismo tiempo que esta Palabra se encarna.
No basta leerla en un libro, es necesario escucharla a través de los hermanos, leerla en la vida de los hermanos. La práctica de la memorización de libros enteros de las Escrituras era muy difundida, algunos monjes eran incluso extraordinarios conocedores del Antiguo y Nuevo Testamento.

LLEGAR A SER ORACIÓN

“La medida de la oración es no tener medida, porque es una buena cosa bendecir a Dios en todo momento”. En la vida del creyente hay momentos del día consagrados a la escucha de la Palabra, pero es necesario tender a la oración incesante, de modo que toda acción, pensamiento, ocupación y preocupación sean vividos con la presencia del Señor.
Los Padres del desierto nos invitan constantemente a “regresar al corazón”, al centro del hombre. Respirar siempre a Cristo. En la oración, es necesario siempre recomenzar, sin miedo a las dificultades, tentaciones, tinieblas que ponen trampas en nuestro camino; la oración debe ser sobre todo nuestro soplo vital. Si, necesitamos siempre respirar a Cristo, nuestra vida.

LOS ICONOS, CAMINO DEL CONOCIMIENTO DE DIOS

Icono en griego, imago en latín, significa en primer lugar “retrato”.
Matriz espiritual. Algunos escritos apócrifos sirven para justificar los iconos, entre ellos está el de Abgar, rey de Edesa en Mesopotamia, de esta historia surge el mandylion, imagen del rostro de Cristo que no fue hecha por manos humanas, su correspondiente en occidente es el sudario de la Verónica. Por lo tanto Cristo es el primer creador de iconos, el icono es de hecho el primer auto retrato de la historia. El icono es una matriz espiritual, cuando nos exponemos a la luz del icono, acercando nuestro rostro al retrato por excelencia, esta exposición restituye a nuestra imagen oscurecida por la caída, la semejanza original, según la cual hemos sido creados. La misericordia de Dios es por eso su capacidad infinita de restaurar nuestra imagen.

LAS ENERGÍAS DIVINAS

La transfiguración del cuerpo y del cosmos en la teología bizantina. La doctrina de las energías divinas (palamismo), viene sintetizada por Gregorio Palamas (Arzobispo de Tesalónica) en el siglo XIV.
Gregorio el sinaíta había difundido a inicios del siglo XIV la oración del corazón, método de oración con raíces en el V y VI siglo que consiste en concentrar la mente en un punto del pecho cercano al corazón y recitar mentalmente después de cada inspiración la dicha oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador”. Se busca así un estado de esiquia, es decir de quietud en Dios, los monjes que practicaban este tipo de oración eran llamados esicastas.
Gregorio Palamas defendió a los monjes esicastas con sus posiciones teológicas contra quienes atacaban este método de oración. En sus escritos en defensa de los esicastas, Palamas subrayaba que el cuerpo humano juega un papel importante en la oración y sostenía que los esicastas habían vivido la experiencia de la Luz divina e increada (comunión directa con Dios). Los monjes del Monte Athos probaban esta experiencia con las numerosas ocasiones de la historia de salvación en las cuales Dios se había revelado como Luz: entre otras, el esplendor del rostro de Moisés sobre el Monte Sinaí; la visión de la gloria de Dios de parte de Esteban el Protomártir; pero sobre todo la Luz aparecida a los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan, en el momento de la transfiguración en el Monte Tabor.
Para Palamas la luz que vieron los esicastas era la misma que circundaba a Cristo sobre el Monte Tabor. Se trataba de una auténtica realidad divina manifestada en Cristo. La promesa de las Bienaventuranzas: “Dichosos los puros de corazón, porque verán a Dios” (Mt. 5,8), encuentra en este evento el inicio de una realidad que viene: el Reino de Dios. Palamas evoca a este punto la descripción que el Apocalipsis da de la Jerusalén celestial: “La ciudad no necesita de la luz del sol, ni de la luz de la luna porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero (Ap. 21,23)”.

SALVACIÓN Y DEIFICACIÓN DEL HOMBRE

Cristo continúa viviendo en la Iglesia de la cual es la cabeza, llevando en sí mismo a los hombres y al mundo entero. En el camino del perfeccionamiento, la Iglesia es una realidad dinámica, animada por un impulso de transfiguración del hombre y del mundo para provocar la venida del Reino de Dios, ya secretamente presente en su vida sacramental.
Llegar a ser dioses y reyes revistiéndose de Cristo, Rey y Dios, como dice Palamas: este es el fin último de la salvación, que los Padres llaman deificación. El mensaje principal de los Padres griegos es que la Encarnación no tiene como único fin la redención, sino que tiene como fin el llevar a cumplimiento el gran designio de Dios (Is. 9,6), escondido antes de todos los siglos (Ef. 1, 10-11) y sólo retardado por el pecado de Adán: la participación del hombre a la vida trinitaria… “Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios”. El hombre ha sido creado con la prospectiva de la deificación. Los Padres hablan también en la misma dirección de cristificación. En el cuerpo de Cristo vivificado por el Espíritu se propaga a la humanidad la santidad misma de Dios.
El hombre llega a ser siempre más hombre en la medida en la cual pasa de la auto-nomia de la caída a la teo-nomía liberadora, recomponiendo la comunión perdida con Dios. El don permanente de la Luz increada no es visto como un evento corriente en la espiritualidad ortodoxa. Generalmente es percibido por hombres y mujeres que han llegado a ser oración al término de un largo camino de ascesis y renuncia. La iluminación viene vivida en línea de máxima al final de un proceso espiritual descrito por los Padres en tres etapas esenciales: purificación, contemplación, iluminación. Un proceso de crucifixión-resurrección en Cristo.

LA TRANSFIGURACIÓN DEL CUERPO

La visión de la luz divina va siempre a la par con una transformación del hombre entero. Visión de Dios, iluminación y deificación aparecen siempre asociadas. De este modo Dios se hace visible no solamente al intelecto, sino también a los sentidos corporales que son “cambiados por la potencia del Espíritu divino”.
La luz increada es visible, pero es sobre todo compartida por los hombres de los cuales realiza la deificación, haciéndolos más humanos, a través de la dulzura, la belleza, la bondad y el amor, en la semejanza de Dios.
La transfiguración del mundo. El mundo es una realidad puesta delante del hombre, que este último debe embellecer, santificar y, finalmente devolver y ofrecer a Dios. El hombre ocupa un lugar singular, el de un sacerdote. La salvación del mundo es por lo tanto una cosa sola con la salvación del hombre. Dios, encarnándose, ha santificado al mundo entero.

Las riquezas del Oriente cristiano (varios autores)

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